La industrialización fue consecuencia directa del desarrollo del modo de producción capitalista, una vez agotadas las posibilidades del mercantilismo. La concentración de grandes capitales permitió hacer inmensas inversiones en la fabricación de las máquinas. La industrialización determinó una ruptura total del sistema económico anterior, basado en la agricultura, y la economía paso a depender así de la manufacturación y de la industria. La búsqueda de mayores beneficios en las empresas industriales se materializó principalmente en la invención de máquinas destinadas a simplificar los procesos productivos y la explotación de nuevas fuentes de energía más barata y eficaces.
Las nuevas máquinas se introdujeron en primer lugar en talleres textiles (la lanzadera volante, los tornos de hilar, el telar mecánico, la maquina de coser), pero pronto se extendieron también a la industria siderúrgica, sobretodo tras el descubrimiento de la máquina de vapor, que condujo a su vez a la invención del ferrocarril y de los buques accionados por esta forma de energía. Fue a partir de 1830, que la siderurgia logró su gran expansión con la utilización de carbón mineral como combustible (hornos de reverberación, martillo de vapor) y por la enorme cantidad de hierro requerida para la construcción de vías férreas en toda Europa.
La revolución industrial trajo como consecuencias el aumento de la renta per cápita nacional, la concentración de los medios de producción en manos de un grupo reducido de la sociedad, la burguesía, tendente además a controlar el poder del Estado.
También, permitió la expansión de la población, el desarrollo de las comunicaciones, y la elevación del nivel de vida y de trabajo. Sin embargo, en sus primeros momentos de la industrialización existió una reducción del poder adquisitivo de los trabajadores y una pérdida de calidad en su nivel de vida.