La forma del violín ha variado desde el siglo XVI, está formado por una caja de resonancia de dos aberturas en forma de “f” para la expansión del sonido, de un mango macizo de madera engastado en la caja, y cuatro cuerdas de tripa o de alambre o enroscada alrededor de cuatro clavijas que, al extremo del mango sirven para regular su tensión, y por consiguiente, la exactitud de su tono.
El violín se toca apoyándolo sobre el hombro con las cuerdas hacia arriba y sujetándolo con el mentón. Al apretar con la mano las cuerdas el violinista reduce la longitud vibrante de la cuerda, consiguiendo así una gama muy variada de sonidos.
Sin embargo, ningún sonido sería perceptible si la otra mano del instrumentista, con la que empuña un arco provisto de crines de caballo, no frotase las cuerdas sin parar. De la presión del arco, fuerte o ligera, depende el que la sonoridad sea intensa o suave.
Tocar el violín ofrece considerables dificultades técnicas, pero una vez adquirida la destreza, nada puede igualar su profundidad ni la cualidad de su resonancia. Su expresión apasionada le asegura un lugar sobresaliente en toda formación sinfónica. De hecho, si el violín no se hubiera inventado, no existirían las orquestas, además casi la mitad de los integrantes de una orquesta son violinistas.
El primer violín fue construido en la mitad del siglo XVI en Cremona, Italia por Andrea Amati, fundador de la Escuela más famosa de artesanos especialmente en la construcción de instrumentos de cuerdas. Guiseppe Guarnieri y Antonio Stradivari, dos alumnos de Amati, lograron perfeccionar aún más la sonoridad del violín, y superar así, en calidad de construcción a su maestro.
A principios del siglo XVII este instrumento musical aumentó su prestigio al ser empleado en óperas. Posteriormente comenzó a tener un papel fundamental en las orquestas, casi todos los compositores han escrito música para violín, tales como Joseph Haydn, Wolfgang Amadeus Mozart, Ludwig van Beethoven, Johannes Brahms, entre otros.